El tío era alto, moreno, espigado y guapetón. Se ha sentado a mi lado en el avión, pasillo

derecho, asiento 32D. Ha sacado una «travel pillow» de esas para el cuello. No os creáis que era de esas cutres que se inflan a soplidos no, esta era de las esponjosas, de esas que al verlas te entran unas irresistibles ganas de acurrucarte. Después ha cogido un cacharro muy chulo, muy amarillo, automático y moderno, que han resultado ser una especie de tapones para los oídos 2.0. Ha sacado un pañuelo de esos grandes de «Hipster molón» y, tras reclinar el asiento, se ha enrollado toda la cabeza, ojos incluidos, a modo de antifaz.

Quince minutos ha tardado, solo quince, en quitárselo todo, recogerlo, guardarlo, murmullar y hacer aspavientos con los brazos como si todos le molestáramos y darse cuenta de que, por mucho que lo intentes, para dormir lo único que hace falta es tener sueño y él, de eso, no llevaba en la maleta.